Hace 8 años y 6 meses, allá por diciembre de 2013, el pequeño entraba en el hospital. Apenas 24 horas antes le habían llevado al ambulatorio, ese de la Seguridad Social, ese que es fácil criticar y acusar de ineficacia o masificación. Los síntomas, a ojos de sus padres parecían algo así como un catarro, con algo de fiebre y un dolor de tripa, nada importante, como tantas otras veces, pero la doctora levantó la ceja y no se fió. Prefirió ver una analítica, porque algo había que no cuadraba. Al día siguiente estaba internado en el hospital, con muchos meses por delante de lucha contra la leucemia.
Yo le había visto casi nacer. Hijo de uno de mis 5 mejores amigos, de los que se cuentan con los dedos de la mano, tiene la misma edad que mi hijo. Han compartido guardería, en la misma clase, jugado cientos de veces, con muchas aficiones y muchos momentos compartidos. Le pasó a él. Nos podría haber pasado a cualquiera.
Allí estaba él, con apenas algo más de 5 años, y allí estaban sus padres, mirando con ojos atónitos y el corazón encogido esa película de terror que la vida les había presentado de imprevisto, como viene casi todo lo importante en la vida, lo bueno y lo malo, sin avisar.
Vinieron meses en que los padres se convirtieron en la pareja "Dr jeckyl y Mr Hyde", con dos caras completamente diferentes cuando estaban acompañando a su hijo y cuando no le tenían delante. Con una sonrisa y todo el cariño del mundo cuando le hacían compañía y con otro aspecto bien diferente fuera del hospital.
Fuera del hospital él miraba siempre hacia abajo, con la mirada perdida y la voz escasa. Su enorme alegría y las ganas de divertirse que le habían acompañado siempre estaban guardadas en un cajón, esperando mejores momentos. Ella tampoco estaba alegre pero, sin embargo, transmitía un envidiable optimismo. Estaba convencida, porque así ella lo había decidido, que todo iba a salir bien y que su hijo superaría esa prueba, que entraría en el porcentaje de los que salen adelante, porque ese porcentaje existe.
Y también estaba su hermana mayor, apenas un par de años más. Mirando la tristeza de sus padres, su preocupación y sintiendo la ausencia de su hermano.
Fueron pasando los meses. No news good news. Cada día más era un día ganado en la batalla. Fueron pasando los meses. No conozco al detalle los vaivenes que sentirían, los mensajes optimistas o pesimistas que iban recibiendo de los médicos. Cuando les veías te daban un parte escueto y luego intentabas hablar de otra cosa. Sabías que a ellos no les importaba nada en esos momentos el fútbol o mis problemas en el trabajo, pero intentabas distraer.
La primera gran batalla se ganó y el niño puedo salir del hospital, muchos meses después. Vino el alta hospitalaria pero no el alta médica definitiva. Siguió el proceso con medicación en casa, ciclos, revisiones, pruebas. Cada vez se visitaba menos el hospital, pero sólo los que han convivido con esta enfermedad saben lo que se siente cuando te toca la revisión semestral, y esos días de incertidumbre entre que te hacen la prueba y te dan los resultados.
Hace dos días nos anunciaron a todos que por fin, 8 años y casi 6 meses, después, 101 meses, más de 3000 días, ya tenían el alta definitiva. Se acabaron las revisiones, se acabó volver al hospital. Se acabó la pesadilla.
Sólo ellos saben todo lo que han sufrido, pero quizá también, con este final, también sólo ellos pueden valorar lo que han sentido con esta noticia, y todo lo que han aprendido durante el terrible camino, lo que ahora para ellos es importante, lo que les ha unido y la nueva perspectiva de la vida, de lo que es tener un ratito de felicidad cada día.
Enhorabuena a los cuatro y gracias por el ejemplo dado.
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