Muchas gracias por vuestras felicitaciones. Ya son 53. Madre mía. Siempre recordaré cuando era un niño que una tía mía cumplió 40 años y ya me pareció que era una edad de ser muy, muy, pero que muy mayor. Y yo aquí, subiendo.
Hoy será un día de comer en casa, teatro con la familia y luego, si quieren (que querrán) una hamburguesa. Pero no siempre han sido así.
De pequeño el cumpleaños era un día especial en las vacaciones de Navidad, entre las uvas y el roscón, y venían a casa mis primos. No era muy dado a tener amigos por aquella época, y la fecha tampoco favorecía invitar a compañeros del colegio, por lo que mis invitados eran siempre Juanjo, Jorge, Angel Pablo y David, y por supuesto mi hermano y compañero de casi todo, Ignacio por aquel entonces.
Era la antesala del día de Reyes, era un día de bizcocho casero hecho por mamá. Uno de los dos días de juguetes y regalos al año, apenas 48 horas antes del otro día del año de juguetes y regalos. Era un día siempre en la casa de la calle Coslada, atestada de gente, otra vez en días de casas llenas de gente. Juanjo, Manoli, Angel, Puri... papá y mamá.
Con la adolescencia el cumpleaños pasó a no tener mucho protagonismo, o yo al menos no lo recuerdo. Sin dinero para invitar a los amigos y ellos sin dinero para hacernos regalos. Y a los primos ya los veíamos menos. Días más tranquilos, sin tanto follón, pero con el mismo cariño en casa. Con papá y mamá.
Con la universidad esto de cumplir años se revitalizó, al menos en cuanto al modo de celebrar. Algo más de dinero y mucha gente conocida y querida. Los compañeros del colegio por un lado, la gente de la universidad por otro, alguna posible conquista con la que celebrarlo de forma individual a ver si el universo me regalaba algo inmaterial, alguna nueva experiencia valiosa... Y también en casa, como siempre, papá y mamá.
Luego llegó la primera novia y, como ella era asesora de tiempo libre, y como además ella también cumplía en torno a las mismas fechas, pues nada, cumpleaños compartido. Muy divertido por la cantidad de gente que se mezclaba y todo muy bien organizado, faltaría más.
Me casé (una primera vez) y cumplí 29 años a los pocos meses. Vinieron papá y mamá a comer a casa. Fue la última vez, el último cumpleaños con los dos.
Tres años después me había divorciado, y en esa noche de Reyes, entre mi cumpleaños y la mañana del día 6 de enero, rodeados de roscones, conocí a la madre de mis hijos. No podía ser en otra fecha.
Desde que han llegado ellos, el cumpleaños ha sido básicamente una merendola en casa, en la que sometía a mi familia a un nuevo desafío de comer, en una fecha en la que nadie quiere comer. Tartas con velas que cada vez reflejan número más elevados, mis niños alrededor de su padre soplando también la tarta, mi madre que sonríe y hermanos y cuñados haciendo fotos. Lo peor de esta etapa, para mi, el mensajito de whatsapp con el que se soluciona la felicitación, y se pierde la oportunidad de saludar a los amigos que hace meses con los que no hablas, aunque sea por 5 minutos. Al principio lo llevaba fatal, ahora, hago lo mismo. Lo confieso. (Según escribo estas líneas me llama mi hermana Ana para felicitarme y se me encoje un poco la voz y bastante el pecho al oír su "cumpleaños feliz al otro lado. Gracias, no creo en la casualidades.)
Llegó una nueva etapa, al cumplir los 50, en el que se han juntado varios factores que le han quitado tamaño y brillo social a la celebración: una nueva forma de familia, y todo el proceso previo, el confinamiento ha sido devastador, y el hartazgo de comer ya es definitivo a esta edad. Pero por dentro sigo disfrutando de este día y leyendo con cariño todo lo que me dicen y me escriben.
Hoy no trabajo, porque en mi empresa nos dan este día de vacaciones. Creo que es algo realmente bonito y que me gusta contar, por si cunde el ejemplo.
Hoy será un día con los chicos, teatro y, si quieren, una hamburguesa. Y en el corazón llevaré a todos lo que les debo algo bueno.
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