lunes, 7 de marzo de 2022

Las prisas

 

No me gustan las prisas. No creo que le gusten a nadie, y creo que no aportan nada de felicidad a casí ninguna persona. Buscando una imagen para ilustrar este post me he encontrado con decenas de entradas de blogs de psicología, gestión empresarial o educación infantil, entre otros muchos, que dicen lo mismo. 

Yo no soy un experto en psicología y no me voy a copiar los buenos consejos que he encontrado en otros lugares, escritos por personas que saben más que yo. Como suelo hacer, intentaré llevar a mi experiencia personal lo malo que me han traído las prisas.  

Mis hijos. Quizá la peor experiencia que he tenido con esto ha sido la necesidad de "meterle prisa" a mis hijos cuando eran muy pequeñitos. Los niños no entienden de prisas ni horarios y los padres, a contra-reloj por las mañanas para llegar a tiempo a todos los sitios les forzamos constantemente para que no nos hagan llegar tarde. Es un ejercicio contra su naturaleza, que no entienden y del que se quejan, pero sobre todo, me culpo por incluirles ya en ese círculo vicioso de las prisas, de la necesidad de hacerlo todo rápido, antes, ahora, ya, sin saber muchas veces porqué. 

El metro. Estudiando la carrera estábamos 3 amigos de Madrid y uno de un pueblecito de Sevilla recién llegado a Madrid y entrabamos en la estación del metro, dispuestos a pasar una tarde sábado lo mejor posible. Entrando vimos un convoy estaba ya estacionado a punto de cerrar las puertas. ¿Qué hicimos todos los de Madrid? Correr como locos y gritar al sevillano, ¡venga correo que se marcha! Una vez que logramos entrar en el tren, y recuperamos la respiración, nuestro amigo nos preguntó ¿Porqué hemos corrido? y todos le dijimos ¡Para no perder el tren! y el nos preguntó ¿Pero era el último? Eran las seis de la tarde. No supimos que responder. Nos miramos como idiotas.

El chiringuito. Si te sientas a tomar unas sardinitas en un chiringuito en Málaga es para disfrutar. Disfrutar del tiempo, de la compañía, del mar, de la playa, de las vistas, de los cuerpos y de todo lo que te pongan en un chiringuito, es decir, tu cervecita, tu tinto de verano, todas las cosas. Pero el hombre con prisas no sabe disfrutar y sólo se enfada con el camarero (un chico con contrato eventual, joven y sin experiencia) porque hace 15 minutos que ha pedido el espeto y no ha llegado. Algo inaceptable en el mundo perfecto de la urbe capitalina, pero que no entienden en lugares donde las prisas no son bien recibidas. 

La cola del super. He convivido con esa extraña necesidad de ponerme en la cola de las cajeras del super que creo que antes van a terminar. Calculo personas esperando y el tamaño de sus compras, edad de la cajera, y otras variables que me hacen elegir siempre, no la que tengo más cerca, sino la que seguro que va a tardar menos. He dedicado 10 minutos a elegir qué queso era mejor y otros 15 minutos en pensar si es mejor la leche con calcio o sin calcio, pero si en la cola de la caja la cajera no trabaja con la eficiencia que se le exige a Ferrari cambiando las ruedas en un gran premio, mi cerebro cree que va a estallar. 

¿Tienes ejemplos como estos para compartir y darte cuenta de lo absurdo muchas veces de nuestro comportamiento? 

Ojalá que un día pueda decir con total seguridad que "no tengo prisa ni quien me la meta". 

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