Telefónica va a eliminar definitivamente la presencia de las cabinas en las calles. Mucho han durado, a la vista del dominio de la telefonía móvil en nuestras vidas. No hay persona mayor de 12 años que no tenga un teléfono móvil, o dos, o tres, dependiendo de sus actividades laborales, amorosas o incluso delictivas.
Los boomers nos hemos criado con las cabinas como parte indispensable de nuestras vidas. Eran fundamentales para llamar a casa 5 minutos antes de la hora permitida de llegada y pedirle a mamá o a papá que nos dejasen llegar media hora más tarde por que "no llega el autobús"cuando realmente estabas diciendo "me lo estoy pasando muy bien" o "acabo de ligar y necesito explorar nuevas fronteras". Pero claro, para ello hacía falta tener algo de dinero suelto. Y que tus padres estuvieran en casa, que siempre estaban. Y si no estaban tus padres en casa, ya lo sabías tú y no hacía falta llamar.
También eran fundamentales cuando tenías tu primer amor. Las conversaciones interminables "cuelga tu" era mejor tenerlas lejos de la atenta mirada del resto de la familia, porque el teléfono de casa tenía cable y estaba siempre en el salón, al lado de la butaca de mamá.
Las cabinas no devolvían cambio, por lo que ellas decidían cuando se acaba la conversación. Colgar antes era perder dinero. Estabas tan ricamente hablando de cualquier cosa cuando de repente oías ese sonido como de que caía la última moneda y lanzabas un urgente "bueno, que se corta, adiós" que nunca sabías si era realmente escuchado por la otra parte.
Las cabinas eran imprescindibles cuando tus padres ponían un candado al teléfono de casa. Si en la familia había cierta tendencia a hablar mucho, llegaba un momento que la factura se disparaba, porque no existía el concepto "tarifa plana" (las bondades del monopolio) y la solución era poner un candado al teléfono. ¿Un candado al teléfono? Sí hijo sí, un candado con llave y todo, como el de las taquillas del gimnasio pero más pequeño. ¡¡Eso es imposible!! Pues no, no lo era. Y claro, tenías que seguir hablando con tu amor, pues nada, a la calle a buscar una cabina. Había formas de burlar el candado, desde luego, pero no las desvelaremos aquí.
Pero cuando las cabinas eran también totalmente imprescindibles era cuando te marchabas de vacaciones. Como las setas después de las lluvias de otoño, en verano en las localidades de la costa florecían los locutorios portátiles. Eran una suerte de casa prefabricada de quita y pon, auténtico palacio de las telecomunicaciones de los años 70 y 80 del siglo viejo, en las que en apenas 15 metros cuadrados había 5 cabinas teléfonicas con sus puertas y todo, un escritorio-centralita-cajera y sillas para la espera. Entrabas y una señorita te decía: pase al número 3, y tu entrabas en la puerta que tenía ese número y hablabas, mientras vigilabas los pasos del contador que, multiplicados por x pesetas, sería la factura que tendrías que pagar. No se cortaba inesperadamente y no pagabas de más. Todo un lujo.
En uno de esos locutorios una novia que tuve me dijo que dada mi larga ausencia de dos meses en la playa había tenido un encuentro fortuito con otro chico. Mis primeros cuernos, chispas. El resto del verano ya la llamé menos. En los 80 no teníamos asumido el concepto del poliamor, que entonces era algo que se llamaba el amor libre. Llámame raro, Nunca entendí ese afán de confesión y de recibir un perdón. Más dinero para cervezas y menos para teléfono el resto del verano.
Las cabinas también tenían otros usos, variados, y que nada tenían que ver con las telecomunicaciones. Eso ya cada cual que recuerde. Se nos van las cabinas definitivamente. Mucho han durado.